Estos días, los mexicanos presencian cómo muere su democracia y cómo su país deja de ser una república democrática, como quien ve un reality show: como si las cosas sucedieran lejos, con morbo pero sin mucho involucramiento.
A punto de dejar la Presidencia, lo que sucederá el próximo 1 de octubre, el presidente López Obrador quiere terminar de cumplir lo que fue su grito de guerra y su agenda política desde 2006: “Al diablo con sus instituciones”, dijo entonces. En tal sentido, hoy busca que el nuevo Congreso, electo recién en julio pasado y que inició trabajos este domingo 1 de septiembre, en donde su partido y aliados cuentan con una incontestable mayoría, apruebe una serie de 18 iniciativas, muy variadas, y que van desde sujetar al Poder Judicial a la influencia del Ejecutivo, mediante la elección popular de todos los jueces, magistrados y ministros, con candidaturas propuestas por el partido en el poder, o la adscripción de la seguridad pública a manos de los militares, hasta desaparecer una serie de instituciones autónomas, que supervisan y regulan muchas de las actuaciones y decisiones del gobierno, en temas tales como elecciones, competencia y monopolios, transparencia y acceso a la información, análisis de la política social y educativa, etc. Para hacerlo, cuenta con el respaldo y apoyo activo de nueva presidenta electa, Claudia Sheinbaum, y de su partidarios y algunos partidos satélites, a los cuales incluso les cuesta encontrar argumentos para razonarlas y defenderlas: así de absurdas y peligrosas son. Es pues, digamos las cosas por su nombre: una operación de criminalidad organizada para desmantelar los límites republicanos y los controles constitucionales, a fin de entregarlos al partido hegemónico en el poder y a los grupos fácticos de poder.
¿Por qué impulsar esto a unas semanas de irse del poder? La mayoría de los analistas lo atribuyen a un ánimo de venganza de López Obrador, contra jueces y una Suprema Corte de Justicia que detuvo y bloqueó muchas decisiones cuestionables y sin sustento de su gobierno, incluso tal vez alguna tentativa de reelección o de proponer una nueva Constitución. Algunos otros lo atribuyen a un “abnegado” propósito de que su sucesora no encuentre los mismos obstáculos que muchas arbitrariedades suyas enfrentaron y así, consolidar de manera durable los cambios que impulsó durante su gobierno.
Tal vez. Pero lo cierto, desde mi punto personal de vista, es que la acritud para impulsar tales cambios se incrementó tras el secuestro del mayor narcotraficante mexicano, Ismael El Mayo Zambada y su entrega a autoridades estadounidenses hace unas semanas, y cuyo juicio empezará en unos días en Nueva York, con potenciales revelaciones muy riesgosas contra el propio López Obrador (supuesto beneficiario de sobornos suyos desde el año 2006) y su gobierno (El Mayo ya las inició, dejando muy mal parado al gobernador de Sinaloa, supuesto participe en su secuestro). En tal sentido, el presidente López Obrador trataría más bien de blindarse y quedar inaccesible, él y su familia, a cualquier intento de enjuiciamiento en México o EEUU.
Aunque algunos podrían pensar que es un retroceso a la “Dictadura Perfecta”, denunciada hace 34 años por Mario Vargas Llosa, la verdad es que va más allá: el PRI entonces en el poder no tenía el animo persecutorio ni la intolerancia ideológica del actual presidente y de su sucesora y su partido, tampoco exigía una fe única ni rendía culto al Estado y al presidencialismo como lo hace el actual. Es, simplemente: la trasposición a México de los rasgos más autoritarios y primitivos del llamado “Socialismo del Siglo XXI”. Es socialismo mexicanizado, chavismo con salsa Tabasco y limón en acción.
Incluso como el chavismo, recurre al esperpento de la “soberanía” y la “democracia” para descalificar y desoír las críticas a su proyecto, que vienen desde los gobiernos de EEUU y Canadá, senadores estadounidenses, cámaras empresariales y gremiales, el propio Poder Judicial (que se encuentra en paro desde hace 15 días) y los organismos autónomos, universidades, redes sociales y la menguada oposición en México. Inclusive como el chavismo, recurre a llamar “manipulados” y “engañados” a los estudiantes de muchas universidades privadas y públicas que se vienen movilizando en contra del proyecto, en una de las pocas reacciones esperanzadoras de los últimos meses: sí, el lopezobradorismo y su 4a Transformación es chavismo en ciernes, pero enfrente hay grupos ciudadanos activos, críticos y actuantes.
De concretarse el descabezamiento del Poder Judicial y la sustitución de cientos de jueces federales por jueces adictos al gobierno, a su partido y a los poderes fácticos como el crimen organizado, el país ciertamente sufrirá: Por ejemplo, varias de las reformas propuestas incumplen compromisos internacionales suscritos por México, por ejemplo en el Tratado comercial entre México, Estados Unidos y Canadá, el TMEC, que aunque no comprometen en lo inmediato su vigencia, sí debilitan muchísimo la posición mexicana con vistas a su renegociación en 2026: México irían en una posición muy débil y casi dispuesto a cualquier cosa contra sus intereses (como ya sucedió con Donald Trump en 2018), solo para asegurar la continuación del TMEC, el único salvavidas a la mano para la economía mexicana.
Y lo mismo cabe decir para la economía y la sociedad mexicanas: de aprobarse todas las reformas, no será la hecatombe del país, ni su cataclismo, pero asegurará su empobrecimiento y declive progresivo. A Venezuela el chavismo no la destruyó en un día. Y México inicia ese gradual empobrecimiento: unos puntos menos de crecimiento cada trimestre, año con año, por desconfianza de inversionistas, por incompetencia y favoritismo de los nuevos jueces o autoridades regulatorias, bastará para que en unos cuantos años los mexicanos sean mañana tan pobres y tan sin esperanzas como los venezolanos hoy.
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