Sólo Admítanlo

Nadie —ni dentro ni fuera del morenismo— cree ya el cuento de que MRN es un movimiento bondadoso empeñado en sacar a la gente de la pobreza, y que desafortunadamente algunos de sus miembros se desviaron del camino marcado por su impoluto, carismático e influyente líder.
No. Nadie se lo cree.

Más allá de la sobadísima frase de que “todos los negocios jugosos llevan el visto bueno del presidente”, lo evidente salta a la vista. Lo que pido es simple: atención. Atención a las políticas públicas que acompañan cada escándalo, cada personaje, cada nueva tragedia. Atención a la manera en que se gasta el tiempo y los recursos del gobierno —es decir, del pueblo, es decir, de los contribuyentes—, por favor vean cuánto tiempo esfuerzo y recursos se destinan a mantener contentos o callados a los cercanos (y no tan cercanos) al círculo del poder.

Porque es muy fácil llevar la hipocresía y el gasto hasta la hipérbole cuando el costo lo pagan otros.
Sólo pido que ya digamos las cosas por su nombre.

Que se acepte el régimen como lo que es.
Que se reconozca, de una vez por todas, que las relaciones entre el poder político y el crimen no son desviaciones, sino condiciones necesarias del modelo.
Que se entienda que cada vínculo criminal no es un accidente moral, sino una pieza maquiavélica de un programa integral de redistribución, diseñado, controlado y usufructuado por una clase política que se alimenta de padrinazgos delictivos.

Que a veces el padrino sea un criminal que llegó al poder, y otras veces un político que llegó al crimen, ya es lo de menos. Eso es incidental.

Porque esta maquinaria político-criminal sólo puede mantenerse chupando recursos: desviando primero hacia sus carteras, sus cuentas, sus cómplices; y sólo después, cumpliendo —cada vez con menos convicción y menos dinero— las promesas hacia el electorado.

Y en ese proceso pierden todos:
Pierden los que producen, porque su capacidad de gastar libremente se reduce.
Pierden los delincuentes, porque deben seguir escondidos y violentos.
Y pierden, sobre todo, los receptores de la redistribución, que reciben cada día menos dinero, menos servicios, menos capacidades, menos libertad.

Admitirlo no va a cambiar nada. No va a limpiar al régimen ni a despertar súbitamente una conciencia cívica que nunca se tuvo.
Pero al menos pondría fin a la farsa.
Admitirlo sería recuperar el tono verdadero de nuestra época: no el de la esperanza ni el del progreso, sino el de la lucidez.
Porque toda sociedad corrompida sigue respirando mientras sus ciudadanos fingen no oler la podredumbre.
Y si ya nada puede salvarse, que al menos no seamos cómplices del engaño.

Tal vez no podamos escapar del sistema —pero aún podemos negarnos a mentir con él.
Tal vez no podamos reconstruir el país en un día —pero aún podemos conservar la mirada limpia y el objetivo claro.

Eso, en estos tiempos, ya sería una forma de libertad.

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