Casandra, en el mito griego, fue bendecida y maldita al mismo tiempo: dotada de la capacidad de prever el futuro, pero condenada a que nadie creyera en sus advertencias. En el mundo actual los libertarios parecieran asumir ese rol, donde los que se oponen a un poder creciente son acusados de locura, extremismo, o radicalismo.
Tal vez se nos ve como Casandras modernas, siempre dispuestos a señalar los riesgos de un gobierno centralizador y el autoritarismo estatal, advertencias que, lejos de ser paranoia, encuentran un preocupante reflejo en la realidad de nuestro país. Hoy Cassandra es el “Loquito del Centro”. Lo preocupante no es que el loquito lo esté, es el día en que empieza a tener la razón.
México experimenta hoy los efectos de un experimento político que se apoya en el estatismo como fórmula de poder. La consigna del régimen es la redistribución, pero en la práctica, lo que está en marcha es una concentración absoluta de poder en manos de unos cuantos, quienes lo administran como si el país fuera una propiedad privada. El poder ejecutivo, fiel a una ideología de retórica “social”, ha creado una red de “contrapesos” ficticios, controlados a través de un legislativo casi autómata, está en proceso franco de crear un poder judicial que se presenta como una fachada sin sustancia y un ejército omnipresente que, además de la seguridad, se encarga de construir, administrar, supervisar aduanas, y dirigir una lista cada vez más amplia de empresas públicas. Todo esto recuerda a los autoritarismos de antaño: primero, el Estado se presenta como salvador, luego elimina cualquier vestigio de oposición verdadera y finalmente, el Leviatán estatal emerge, dispuesto a dictar las reglas sin contrapesos.
La historia está llena de ejemplos. Desde las monarquías absolutas europeas hasta los regímenes totalitarios del siglo XX, los autoritarismos encuentran su semilla en un Estado fortalecido que asume el papel de salvador o protector de una supuesta “justicia social”. No es ninguna sorpresa para quienes estudian el desarrollo de los regímenes estatistas: el estatismo es un camino bien recorrido hacia el autoritarismo, y es uno de los desenlaces más lógicos de un Estado omnipresente. Cuando no hay verdaderos contrapesos, el poder inevitablemente se convierte en abuso.
Por ello, la lucha no puede depender de una oposición política desgastada, sin credibilidad ni legitimidad, que apenas representa a los ciudadanos. La resistencia a este avance hacia el autoritarismo estatal debe venir de aquellos que verdaderamente comprenden las implicaciones de un gobierno ilimitado. Debemos asumir con convicción el rol de Casandra, aunque nos llamen locos, porque conocemos la naturaleza voraz de un Estado sin contrapesos. La solución no está en una “oposición de papel”, sino en una resistencia que emane de los ciudadanos conscientes, dispuestos a denunciar, a resistir y, sobre todo, a construir una alternativa basada en los principios de libertad individual y de gobierno reducido.
Es hora de cuestionar lo que nos enseñaron a aceptar: ¿cuál es el propósito de una democracia que concentra tanto poder en una sola figura? La democracia, vacía de contrapesos y alimentada por una maquinaria estatal desmesurada, se convierte en su opuesto: en un sistema de servidumbre disfrazado de voluntad popular. Es lógico, entonces, que los libertarios levanten su voz, que adviertan y denuncien la concentración de poder, no como un capricho, sino como un deber moral. Porque si seguimos callando y aceptando este estado de cosas, la tragedia de Casandra se convertirá en nuestra propia tragedia como sociedad.
Ser libertario en estos tiempos significa asumir que se nos verá como excéntricos o radicales. Nuestra advertencia es clara: estamos ante un Leviatán insaciable, con los ciudadanos como simples espectadores de su propio sometimiento. Porque defender la libertad no es un capricho; es una necesidad urgente en un país cada vez más entregado al paternalismo y a la subordinación del individuo.
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