La democracia es una herramienta, no una religión

En nombre de la democracia se han cometido muchas barbaridades desde robos hasta genocidios. Parece que atacar a la idea de la democracia es herejía y esconderse detras de ella es el disfraz prefecto de dictaduras. Con ese simple concepto se lava la atrocidad que representa el socialismo, convirtiéndolo en social-democracia, y ya con eso se lo puedes presentar a tus papás.

¿Por qué se confunde a la democracia con un valor?

El primer engaño está en la palabra. Demos y kratos: “poder del pueblo”. ¿Quién podría oponerse a semejante promesa? La etimología se volvió marketing, y desde entonces la democracia pasó de ser un mecanismo de reemplazo de gobernantes a un valor en sí mismo, intocable, como si tuviera un halo sagrado.

Pero la cosa se complica más. Se nos repite que la voluntad de la mayoría debe aceptarse acríticamente, aunque nadie defina qué mayoría es esa. En la práctica, lo que tenemos no son mayorías, sino minorías bien organizadas, movilizadas y gritonas, que dictan las reglas al resto. Y ese “pueblo soberano” termina siendo apenas un puñado de operadores con capacidad de movilizar recursos o emociones.

El tercer ingrediente del circo es la sacralización de los representantes. Una vez electos, se vuelven infalibles: la “legitimidad democrática” funciona como bula papal. Lo que hagan, por absurdo que sea, está bendecido por el voto.

Y con eso ya está armado el espectáculo. La carpa está montada, el público ha pagado entrada con sus impuestos, y solo falta que empiece la música. Y sí: salen los payasos.

La democracia es una herramienta, nada más

Una regla de tres no es una filosofía de vida. Es solo una operación matemática que, usada con corrección, ofrece un resultado útil. Un automóvil tampoco es más que un medio de transporte: puede llevarnos rápido al destino o directo al precipicio, dependiendo de la pericia del conductor. Lo absurdo sería endiosar a la regla de tres como si fuera verdad revelada o venerar al automóvil como si fuera garante de progreso moral.

Con la democracia ocurre lo mismo. No es una moral, ni una ética, ni mucho menos una filosofía política completa. Es apenas un mecanismo para organizar el acceso al poder. Karl Popper lo expresó con precisión: lo esencial de la democracia no es quién gobierna, sino que los gobernados puedan remover a los gobernantes de manera pacífica cuando estos incumplen su mandato. Esa es su única función indispensable.

El error moderno ha sido convertir a la democracia en un fetiche. Se habla de la “voluntad popular” como si fuese una entidad sobrenatural, capaz de transformar en justo lo que es injusto. Pero los votos no convierten en virtud el saqueo, ni legitiman la opresión. Una mayoría puede equivocarse tanto como un tirano solitario, con la diferencia de que sus excesos se presentan como democráticamente aprobados.

Si aceptamos que la democracia es solo una herramienta de reemplazo pacífico de gobernantes, entonces lo verdaderamente crucial es qué límites ponemos a ese poder. Por eso se vuelve indispensable una constitución más esbelta, fundada en derechos negativos y permanentes: la vida, la libertad, la propiedad y los contratos. Todo lo demás debe quedar en manos de los acuerdos individuales y la interpretación judicial, al estilo del common law inglés o estadounidense, donde el precedente y la autonomía contractual pesan más que la legislación de coyuntura.

En ese marco libertario, los mecanismos democráticos pueden ser útiles solo si derivan en prácticas como:

a. Organismos descentralizados de revisión, que eviten la concentración del poder.

b. Transparencia absoluta en las decisiones y en el uso de recursos públicos.

c. Autoridades y contrapesos públicamente auditados, con independencia real de los gobernantes en turno.

d. Responsabilidad jurídica de los funcionarios, sometidos al menos a las mismas reglas y sanciones que cualquier ciudadano.

e. Marcos legales simples y consensuados, en lugar de galimatías diseñados para esconderlas responsabilidades.

La lista no pretende ser exhaustiva, pero basta para señalar lo esencial: la democracia no es un dogma, ni un fin en sí mismo. Es una herramienta. Y como toda herramienta, solo sirve si se enmarca en principios que la dominen y la limiten. De lo contrario, lo que llamamos democracia no es más que el disfraz respetable de la tiranía de la mayoría.

Para rescatar a la democracia, primero debemos bajarla del pedestal y reducirla a lo que siempre fue: un medio, nunca un fin.

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